El vértigo del gigante asiático
La caída del Muro de Berlín sacó de la madriguera de la inocencia a un núcleo importantes de países que vieron su oportunidad con el fin de la bipolaridad. Hasta ese momento, la URSS y Estados Unidos actuaron como acicate en sus intereses, limitando el crecimiento exponencial de estos países que ahora asoman la patita por debajo de la puerta de los mundialistas. China y la India son claros ejemplos de esta corriente, donde el fin de la Guerra Fría ha dejado el terreno allanado para su incursión en el privilegiado grupo.
A camino entre su aceptación definitiva y la inmersión como una realidad incuestionable, la cita que los Juegos Olímpicos tienen en Pekín este verano son una señal inequívoca del guiño que Occidente hace a esta transformación. Porque esta celebración supone para ambas partes la sumisión a las reglas del juego que la historia ha deparado. Por un lado, Occidente asume de facto que un país comunista, con arraigados preceptos mahoístas y con sus reglas del juego aún por mostrar; se insertará profundamente en su cultura. Por otro, China asumirá que, con la organización de estas Olimpiadas, entra de lleno en un paralelismo en el que Estados Unidos y la Unión Europea sacan unos metros de ventaja a su vecino asiático.
Sin embargo, a cuatro meses del comienzo del evento, el deporte ha adquirido un matiz secundario una vez que China se está mostrando a ojos occidentales como una potencia descontrolada. La fortaleza de sus estructuras pretende ser el nudo cohesionador cuando el verano se aproxime y con él una cita en la que las medallas tienen un alto valor económico acorde con la gran cantidad de dinero que tanto el país organizador como el Comité Olímpico Internacional, como los países participantes mueven en el mes que dura.
Las representaciones de las relaciones China-Occidente reposan a menudo sobre una dicotomía: dos entidades distintas, dos bloques cristalizados alrededor de valores parciales e incompatibles. La racionalidad de la que Occidente presume contra una China que estaría desprovista de ella pero que pasito a pasito intenta insertarse de ella. Los Juegos Olímpicos son el gran pandemonium al que tendrán que hacer frente para corroborar con resultados que la espiral asiática que nos acecha no se trata sólamente de un mero poder económico sino también de un nuevo socio en todos los sentidos.
Un socio que la Unión Europea y Estados Unidos han despertado convirtiéndolo en el principal exportador mundial en la órbita asiática. Un socio que con su aperturismo comercial se ha visto envuelto en una oportunidad única de comerse Oriente Medio en su imparable alineamiento con las tradicionales potencias. Pero un socio con aroma a monstruo en el que las libertades que el Partido Comunista otorga se basa en la rendición al espíritu de partido único en el poder, donde los conflictos en Tibet y Taiwan pretende ser escondidos tras una fina cortina de humo de "irrelevancia independentista" (y la realidad habla de un genocidio cultural con el Dalai Lama en el exilio) y donde periodistas y medios no estatales son despreciados con la virulencia que la incomodidad del poder de Pekín otorga a quien no comulga con él. Entretano, el plusmarquista el etíope Haile Gebrselassie, ha confirmado que no disputará la prueba reina del atletismo debido a la alta contaminación de Pekín y un gran número de delegaciones, encabezadas por Estados Unidos, ya han anunciado que llevarán su propia comida porque no se fían de la preparada en China.
Esta situación de incertidumbre ha provocado que el miedo al boicot sea patente en un Gobierno chino que sí reconoce los numerosos problemas que se le están presentando en esta recta final, pero que minimiza con el sueño de una China alineada y con pleno reconocimiento por parte de la Sociedad Internacional. La reciprocidad es manifiesta y si al gigante asiático le ha entrado ahora el vértigo, Occidente debe calmarlo. Que nadie olvide que fueron ellos los que le despertaron.
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