Quizás se había cansado de esperar
Entró en el vagón del metro cuando el rechistar que anuncia el cierre de puertas se proyectaba en la horizontalidad de la parada. Intuía la proximidad de la partida pero sólo cuando vio la oportunidad de avanzar decidió correr. Su esfuerzo suponía un reto ante el conductor del vagón, verdadero verdugo de destinos a esas horas de la mañana. Esta vez venció y ya formaba parte de ese crepúsculo masificado al que se unió no sin disimular una satisfacción recreada con un suspiro.
Alzó la vista y se mostró reflejado en el cristal de la puerta cristalizada. Para una persona que había cuidado su imagen hasta la última raíz de su pelo, hasta el más ínfimo detalle y para la cuál gastaba a diario tiempo y dinero; un último vistazo -retoque incluído- era necesario. Casi obligado me atrevería a recalcar. Salió de ese estado edonista y el metro aún no había avanzado ni un solo palmo en la vía. Fuera, el incensante goteo de gente que llegaba conjugaba con unas caras que pedían una nueva apertura. Daba igual si estaba lleno. Sólo querían sentir la seguridad que otorga un tren en constante recibimiento anónimo. No fue así. Entonces, una desagradable voz recorrió el subterráneo anunciando el tan temido mensaje de las ocho de la mañana.
-Por motivos ajenos a Metro, este tren estará parado en un tiempo estimado de 15 a 20 minutos.
Sólo el runrún generalizado del rebaño que dentro del vagón esperaba su depósito, modificó un status quo que se repetía a diario más de lo que el viajero podía desear. Eso sí, siempre de manera y por motivos ajenos a Metro.
-Como se nota que ellos no tienen que cogerlo. Si estuvieran aquí dentro esto funcionaría a las mil maravillas. Que poco piensan en la gente que necesita coger este trasto para ir a trabajar. Para trabajar y así reportarles los beneficios de los que ellos hacen gala.
Quien hablaba era un personaje situado junto a nuestro protagonista, que le miró con ese aire cándido que otorga la complicidad. Era bajito, maltratado por el paso de los años, proyectado por la incultura y el desaliento. Quizás nunca le había interesado ser de otra forma pero con esa frase subvencionó el pensamiento de otros tantos viajeros. Referida a los dirigentes, a los poderosos que inauguran metros pero que en su puta vida han sentido lo qué es viajar en otra cosa que no sea en sus lujosos y pomposos coches oficiales, aquella afirmación de un desconocido era para sus ojos una nueva impronta que le decía que ya llegaba tarde. Ni se inquietó porque afortunadamente no era la primera vez.
El metro es ese espectro inerte que te lleva de un sitio a otro sin que sepas muy bien cómo están conectadas radialmente unas estaciones con otras. Es el único refugio que te abraza cuando el afilado frío de la calle te merodea, te estudia y te ataca mientras tu patente indefensión tiene bastante con toser. Entonces el vértigo de la sensación térmica te invade. En un vagón de metro la gente se olvida de su seguridad, de su condescendencia para con los demás, de ser complaciente, de tener paciencia. Donde la música disfrazada de animación sociocultural te invita a olvidar el escenario oscuro sobre el que el vagón te está transportando. Es el mercado potencial de diarios gratuitos, de novelas baratas y del seguimiento indiscreto de aquellos que otean las páginas que el prójimo tiene abiertas. Paralelismos de lecturas. Es saber buscar el juego de miradas que el reflejo de los cristales proyectan. Viajar en metro es insertarte en un inframundo diferente cuyo pasaporte tiene el valor de un euro pero que a la vez es la señal inequívoca del urbanismo que nos rodea. Es el brazo armado de la sociedad desesperante.
Las puertas se habían vuelto a abrir pero la gente que había llegado después ya no tenía esa necesidad de montar que antes rezumaban. La comodidad premiaba sobre la seguridad de partir una vez solucionado el problema. El tipo inocuo que reclamaba algo más que avisos por megáfono no se había movido ni un sólo centímetro. Si acaso su gesto era cada vez más agrio a cada minuto que pasaba. Chisteaba incensantemente mientras agitaba la cabeza de un lado a otro queriendo dejar evidencia de su desacuerdo con el funcionamiento del tren aquella mañana.
Con los motores parados y las puertas abiertas, nuestro protagonista perdió una paciencia que otros sí habían tenido. La inoperante espera se la había robado. Salió del vagón, perdiendo ese privilegio que se torna en un minúsculo hueco entre el rebaño. El denominador común creado con el hombre anclado en quejas se perdió. Sabía que el reto conseguido cuando entró corriendo ya no valía para nada y su lugar fue ocupado por otros tantos viajeros ansiosos de satisfacer sus múltiples destinos. En ese momento, el tren volvió a anunciar que retomaba la marcha. Pero él ya no estaba dentro. Daba igual, se puso los cascos y comenzó a escuchar a Tom Waitts. Quizás se había cansado de esperar. Quizás.
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