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Donde la locura alcanza su sentido

Reflexiones de medio pelo

Los cuentos que yo cuento

Los cuentos que yo cuento

Esa llamada que se presenta como una tentación que aborda desde lo irresistible hasta lo necesario. Pasar de un segundo a un siglo con un solo paso. Una inetabilidad perenne que merodea tu estómago como las botas de un alpinista, como esas pistolas de Warhol sin munición ubicada tras de tí. Aquella grieta que se reabre en tu estado emocional. Aquel relato de Boudelaire que ejemplifica la soledad de tu destrucción. El motivo de alcanzarte, de no ubicarte, de desesperarte. Argumentos futiles y anudados sobre el vacío o la inutilidad. Esa seguridad en uno mismo que se viste de Rey derrocado. Preferir entre la guerra u otro invierno sin tí.

Tráficantes de estampitas que hacen su agosto en el supermercado. Adolescentes que comen pastillas de colores, hastiados de tiempos modernos. Hay tanto idiota ahí fuera. Y tú mientras te mueres por decirlo. Atardecer y pisar sobre arenas movedizas. Bobalicones que desean el amanecer como el alfa y omega de lo que nunca serán. Aquella mirada perdida que esconde la pedantería de la que hacen gala. Compra una máscara antigas y mantente fuera de la ley.  Llegar a la farmacia y preguntar si tienen pastillas para no soñar.

No sabes cual es la medida hasta que todo termina. Nunca sabes decir basta, creyendo que no haría falta. Ahora necesitas algo más. Aseguras que te has desenganchado. No es cierto, se te nota al andar. Por qué la mentira vale más que la verdad. No le ofreces la luna, crees que es suficiente con perecer a la sombra de algún sauce llorón. Ninguna decisión sin calcular. Pensar que sería absurdo. Cuestiones indomables, tardías e irrevocables. La respuesta no se asienta claramente. ¿Dudar? Quizás. Ahora ya lo tienes claro: Los cuentos que yo cuento acaban tan mal...

Palabras de aquí, motivos de allá

Palabras de aquí, motivos de allá

Escribes para olvidar. Sin embargo, necesitas recordar cada uno de los pensamientos que te ahogan, que te brotan, que subyacen desde un punto de no retorno. Entonces la imaginación apunta, la conciencia dispara y las palabras fluyen para eregirse como vocero de lo que somos, de lo que soñamos, de lo que detestamos. Historias de amor y de humor suscritas sobre un estado de ánimo traicionero, aquel que casi nunca refleja lo que deseamos ser. Aquel donde verdaderamente nos encontramos.

Escribes para señalar. Apuntas con frases aromatizadas de perennes recuerdos, de conciencias olvidadas, de futuros varados. Tu tristeza se traduce en las sílabas que emanan de tus sentimientos, de tu cabeza, de tus dedos, de estas teclas. Tu alegría se evapora a la vez que sabes que este presente no cuenta con vasos y besos comunicantes. Cuando dejas de sentir una simpatia natural y espontánea hacia las cosas extraordinarias es cuando las letras que aquí dejas, sirven para guiar al explorador que perdió la brújula y el mapa.

Escribes para recordar. Para buscar explicaciones, para hallar respuestas a ese instante que golpeó tu devenir, que glorificó tu inexpresividad. Machacas las teclas que muestran la insoportable incertumbre que te rodea, la inestabilidad que te amenaza. Tu expresividad parece insignificante. Esas frases descritas se convierten en tu única aventura, en tus escasos relatos, en tu ciclotímica novela, en desesperados ensayos, en agrios epítetos. Dejas esta descripción a la espera de algo mejor. La soledad es un lugar vacío sin ella.

No escribes para llorar. Sin embargo, las letras son esas lágrimas que no pueden fluir. Abordas situaciones que no alcanzas a comprender, que valoras con recordar, que sigues sin entender. Inventas parapetos donde nunca estarás. Historias en los que aquel instante fue milimétricamente pensado, concienciadamente estudiado. Llevado a su terreno, alcanzado por la ira, la venganza, el deseo. Historias donde aquella decisión buscada por otra persona se convirtieron en novelas nunca narradas. En donde las palabras balbuceaban por el rencor presentado. Los personajes parecían no buscar el placer, más bien añoraban el error como un deseo buscado y encontrado.

Por eso ya no dejas de escribir. Por todo aquello que quisiste decir, que no supiste explicar, que no mereciste escuchar. Prometes no dejar de escribir sabiendo que nunca aceptarás la derrota. Por mucho que tengas que decir sabes que una palabra mas rotunda que otra no te otorga ni un gramo de verdad. Escribes porque el folio se convierte en ese enjambre que te permite reflejar todo lo que necesites abordar. El reflejo de lo que pisas y tocas. Necesitas escribir para encontrar explicaciones inaltarables, para soñar con situaciones más que variables, para inventar historias nunca comprobables. Ahora sólo queda coger tu pluma, marchar con las letras a otra parte, donde cada instante pase a ser una hora sagrada, y retomar ese relato inoportuno que te sirva de vacuna.

 

Canción

Canción

Yo no soy estrella del rock, ni tampoco un cometa pasajero. En todo caso un lucero cantaor, ya triste y apagado. Ante eso sólo queda ya cantar. Cantar contra quienes no tienen, cantar por quienes mueren, cantar contra las prisiones, lentas ejecuciones. Todo ello aderazado bajo el ritmeante compás de esa imagen del cantante. Canta por tus desilusiones, por mis miedos. Para esperanzarte con el mañana, para no olvidar el ayer.

Canta por mi muerte, por mi inmovilidad, por tus desilusiones. Canta para que la luna no se convierta en una oportuna cámara oculta, esa que te vigila y en las noches de aventura te desnuda. Canta si tu tejado se te hunde encima y te aplasta, atorando los escombros tu garganta. Cantaste cuando quisiste gritar. Entonces sí te podrán escuchar. Sin embargo, recuerda que pudiste callar, pero quisiste hablar. Pudiste llorar, pero entonces vengar fue lo más fácil a la hora de desahogar. Estudiado el odio y sus defectos, canta por el amor, que tampoco es perfecto.

Canta para que vuelva el lobo del cuento, para que sople y de nuevo todo comience, todo pueda ser rescatado. No olvides cantar por el odio a la violencia. Generada por las dichosas banderas de siempre. Canta para que se vuelvan a oir gritos de libertad en los paraísos de sentimientos dormidos. Canta para calmar mi dolor. Canta para que si llega mi muerte sea antes del amanecer, para pillarme dormido. Canta para que los sentimientos sigan dormidos. Canta porque si callo, olvido.

Si cantas que no sea sólo por tí. Las horas ya marcan el tic,tac,tic,tac. Ahora ya sólo te queda saber cuánto tiempo te queda. Cuándo llegará el próximo castigo, el siguiente indulto, dónde aparcará tu destino. Lo sepas cuando lo sepas, no te olvides de cantar.

La delgadez de Lucas

La delgadez de Lucas

Como venía siendo habitual durante las últimas semanas, Lucas no podía levantarse. Las sábanas de su cama servían como una fina maraña de la que no podía despegarse. Su animadversión hacia lo que fuera le esperaba, le convertían en objeto de tenencia a la hora de finalizar el descanso. No podía atardecer, pero tampoco quería. Su escaso interés por un mundo, del que cada vez se alejaba más, no era una coincidencia ante tal acción. Para él, el estado de las cosas había adquirido una magnitud casi peyorativa. En todo caso, infausta para retomar una felicidad olvidada.

En aquel invierno del 84, las televisiones que poco a poco se establecían en la cotidianidad diaria mostraban la cruda realidad de un Oriente Medio que se desangraba. Iraníes e iraquíes se mataban instigados por la irracionalidad de Saddam Hussein, EEUU y la URSS usaban sus últimas cápsulas de miedo en la cada vez más tecnológica Guerra Fría. La amenaza de una guerra nuclear daba paso a una guerra de las galaxias cuasi irrisoria donde Reagan ya visitaba Pekín para unir las redes del futuro capitalismo. Las calles se vaciaban gracias a los devastadores efectos de la heroína. Jóvenes desilusionados y desesperanzados con un presente inocuo y un futuro inexistente. Pink Floid arrasaba en ventas con una psicolodelia rockanrollera que nunca llegaría a entender.

Por entonces, a Lucas se le acababan las fuerzas por la noche, aquellas que el sol vagamente le otorgaba. La noche se ocultaba en su quehacer diario para robarle parte de su intimidad. La noche era sinónimo de soledad, de vacío, de oscuros recuerdos. La noche era su amante traidora. Hasta que la noche no desaparecía, Lucas no participaba de una normalidad responsable, esa que añoraba. Hasta ese momento, Lucas sólo podía exigirse a sí mismo lo que la coyuntura le otorgaba. Utilizaba la mentira como escudo del cinismo. Como protección para no hacer daño, para ocultarse ante imposiciones absurdas, ante pensamientos equívocos, ante realidades inexistentes. Aquellas que alguien había visto en él y que no podía desmontar con la verdad. Lucas empleaba la mentira como axioma de la racionalidad. Que idiota.

El túnel en el que se encontraba no mostraba ni un solo pequeño ápice de esperanza, ni una mínima pista de luz en donde la oscuridad emergente servía de acicate para no salir de la cama, para no pensar en el prójimo. La mayoría de las veces también le servía para no pensar ni en si mismo. El tiempo que debería pasar para normalizar su inexistente personalidad era la lucha cotidiana a la que tenía que hacer frente. Ese tiempo estaba venciendo ante el devenir de los minutos, horas, días. Lucas era venas, pero también era sangre. Era llanto, era lágrima. Era el rithm y el era el blues. Lucas en sí mismo era soledad. Aquella que se había apoderado de su dietario. Aquella que se reflejaba en masturbaciones esporádicas. Atravesaba los peores momentos de una vida que siempre consideró, cuanto menos, correcta. La alianza emocional que Lucas pretendía trazar duraba instantes, se sustentaba a través de los finos hilos de la que se componía. Esos que le acercaban a una realidad indeseada.

Encontrarse con aquella amiga común no sirvió para aliviar tempestades, para espantar miedos, para paliar nervios.

-Donde habita el olvido-le dijo en un momento de aquella rápida conversación.

El olvido no podía formar parte del recetario para abandonar el cataclismo emergente en el que residía. El olvido se conjugaba con la soledad, con el inesperado rumbo que las circunstancias habían adoptado. El olvido tan sólo era un motivo más para no salir de la cama. Ella quería ya convertise en un vago recuerdo. Él quería convertirla en un recuerdo presente. En definitiva, como lo que hasta entonces había sido. Desde el primer día, la soledad estaba enfadada con el olvido al que parecían haberse abocado el uno al otro. La soledad tan sólo era un síntoma del olvido imposible del que Lucas hacía gala. La soledad como el aire que desestabilizaba su castillo de arena.

Lucas contradecía a Casariego. El flaco cada vez más flaco. El hombre delgado cada vez más delgado. El hombre abandonado a una especie de propia suerte que sólo su soledad parecía acoger. El hombre delgado que no podía levantarse de la cama. El hombre delgado llevaba ya un tiempo flaqueando.

Gracias

Gracias

A todos aquellos que algún día dejaron de confiar en mí. Creyendo hasta entonces varadas palabras que sonaban a vacío. Sólo entonces pude comprender desafíos, obligaciones, responsabilidades. Quizás algún día puedan ser satisfechas. Gracias por alcanzarme cuando salí corriendo a la búsqueda de imperfectos sueños que posiblemente nunca lleguen a cumplirse. Gracias por otorgar el beneficio de la duda cuando la duda se presenta como acusación particular. Gracias por rescatar recuerdos, por apoyar historias, por escuchar manias. Gracias a aquellos que tejen melodías y palabras. Gracias a aquellos que retiraron sus pistolas, reflejadas como el miedo que acecha con letanía y proximidad.

Gracias por hacerme ver la noche como axioma de la soledad. Entonces si las voces duermen, comienzo a desesperarme. La tranquilidad como enemigo de multitud de pensamientos. Garcias por presentarme al abismo. Gracias por teñir el escenario de pesimismo, por burlar el desaliento con un fino movimiento. Gracias por desconfiar, acusar, por manipular. Por no escuchar, por no pensar, por llegar hasta aquí. Gracias por apartar, por dejar de ser musa. Entonces el héroe pierde la inspiración. Gracias si ahora disfrutas, si algún día gozaste, si mañana vuelves de llorar. Gracias por inspirarme desconfianza: no en tí, sino en mí, en el prójimo. Gracias por rechazar mentiras, por apoyar especulaciones. Gracias por dejar que el destino se ría de mí. Gracias por invitarme a esta despedida. Gracias por aprender los lazos del institito. Porque en algún momento los días fueron profesores. Gracias por subrayar los múltiples defectos, por rememorar viejos trazos seguramente mal dibujados. Gracias por sumir la normalidad en desencuentro, la esperanza en hastío. Gracias por convertir la discusión en arte.Gracias por recordarme que las cosas pierden algo de valor sin críticas enfutadas, maniatadas, reiteradas.

Pero sobre todo, gracias a tí. Por inspirarme a escribir un texto así: duro, desesperanzado, desalmado, gélido, rancio. Cuando la reiterada coyuntura siempre se convierte en nuevo desafío. Cuando una reflexión embauca mil ideas. Ante ello, sólo puedo estar complacido. Lo dicho, gracias.

 

Ilusiones en aquella calle que no tenía aparcamiento

Ilusiones en aquella calle que no tenía aparcamiento

Busco todo lo contrario a lo que un desconocido futuro me deparará, pero aún sin descubrirlo, no quiero esto. Recorro de un vistazo un pasado productivo: argumentado con matices, presentado con alegaciones, solapado con el desconocimiento. Entonces comprender un presente atormentado, descolocado, somnoliento; parece más sencillo cuando el status quo de las cosas se arrima a nuestros brazos para acogerse con comodidad.

Ya no necesito mirar detrás de la puerta. Ni imaginar con el placer que volverá. Sólo puedo soñar con el soplo de palabras. Eso sí, a modo de susurro. Ahora observo sin hablar, callo sin molestar, acepto sin enfrentar. Ignoro la contradicción, valoro el atrevimiento. Las miradas se cruzan como un puñal distante, amenazante; nunca sangrante. El espacio abierto se contrae frente a mis ojos, los que reflejan que la libertad quedará minada ante advenedizos pensamientos. Aquellos que añoras, y deseas, pero vacías sobre contadas raciones. Vuelvo a retomar viejas conspiraciones apocalípticas que anuncian el reflejo de uno mismo. De lo que soy, de lo que en otro momento aspiro a conquistar como colinas cada vez más alejadas.

Desprecio a los mediocres, a los poderosos, a los ajustados y enjutados encorbatados. Odio a perfectos, a los que nunca se equivocan. A los que si lo hacen no saben reconocer su derecho a ello. A los vengativos, que actuan como acicate para con otro. A los que no entregan un guiño cómplice como fruto del mercadeo personal. No dan, pero tampoco dejan recibirlos. Caprichosas manías que no merecen ni un sólo gesto de complicidad. Odio quererte, echarte de menos. La extravagancia arrebata la intimidad, la irreverencia presta libertad. Desconfío del celoso, del mentiroso, del cobarde. Desconfío del eterno ganador, de los perennes soñadores, de los recuerdos analizados, de mí mismo. No votaré jamás a quién piense por mí, quién reze por mí, quién actúe por mí.

Ahora el retorno quedará lejos. Varado de una realidad que nunca fue palpable. Mientras,las palabras retomarán su significado cuando la verdad acuda en su rescate. El balbuceo no será sencillo, por lo que hasta que encuentre sentido a ello, el largo camino invitará a pensar, a amar, a aceptar. Hasta entonces, me canso, me burlo. Disculpe quien me tome por loco.

La crisis había llegado a los niños

La crisis había llegado a los niños

 

El local tenía unas dimensiones idóneas para que un negocio de ese tipo fructificase. Era amplio, espacioso, milimétricamente organizado, aireado y de cara a unos consumidores que pasaban diariamente por él. Junto a su perfecta ubicación, en la fachada podía leerse un cartel que rezaba Se organizan fiestas de cumpleaños o eventos lúdicos infantiles. Interesados llamar al teléfono aquí descrito o preguntar dentro. En el interior no había nadie, lo que nos lleva a sobreentender que nadie celebraba entonces su cumpleaños o nadie tenía algún motivo lúdico para adquirir aquel otro local ofertado. La realidad era que dentro nunca había nadie. Ni entonces, ni en días de aniversario.

Ese reiterante vacío físico del interior constataba con la cara que aquel dependiente tenía. De una avanzada edad, parecía que la apertura del negocio era el último reducto al que se había agarrado aquel hombre apagado, de carácter apacible, callado pero sonriente ante el paso vecinal. Nuestro personaje, un dependiente del traicionero pequeño negocio, nunca mostró satisfacción ante nada ni ante nadie. Sólo la imperfecta forma de su boca contrarrestaba con su modelo de negocio. Con sólo media dentura en cuasi buen estado, las caries acompañaban las palabras que sus labios pronunciaban.

Paradojas del buen vivir, aquel caballero de dentadura irreconocible regentaba un negocio de chucherías, aquellas comidas intemporales que mamá nunca permitía adquirir libremente pero que alguien creó como premio a la buena educación, a las mejores notas y a la satisfacción del festejo. Sin embargo, aquel hombre nunca logró atraer la atención de madres reticentes a comprar gominolas. Ni de ellas, ni de niños escapados del brazo maternal para saborear el placer de la glucosa industrial.

Desconozco la razón por la que la clientela rehuía de aquel simpático negocio. Parece que el crédito se había agotado hasta satisfacer el deseo de niños hambrientos de imperecederos productos. Las reticencias hacia el consumo sólo vienen descritas por el miedo hacia la crisis. Parecía no sólo afectar a inversores, trabajadores de una clase media desangrada o parados sin la esperanza olvidada. La crisis había alcanzado, y robado, la mayor ilusión que una imagen nos enseña: la sonrisa de un niño ante la adquisición del dulce sabor. Eso que lleva a la desilusión del pequeño por el caramelo robado. A partir de ese momento, quizás era más fácil comprender porqué aquel vendedor nunca reía.

Epílogo de (nuevas) erróneas interpretaciones

Epílogo de (nuevas) erróneas interpretaciones

Adolezco de memoria para recordar cómo las trampas se colocaron estratégicamente a cada paso dado. Entonces parece que una vez retiradas, las huellas plasmadas muestran el camino que has de dar. El error juega entonces a mi favor con un margen difícilmente calculable. No me pregunten si he sido justo cuando quise llorar y no pude. Tampoco por qué esos momentos que ansiaban mi llanto no reconocían una lógica imperante en ilógicas situaciones. Lágrimas de desesperación o desesperadas lágrimas, aquellas que ni tienen color u olor ni demandan pañuelos baratos para paliar el sofoque. La duda me asalta si me ciño a la máxima del ver, oir y callar. Atento a infaustas consecuencias si así no fuese. Ahora mi estómago demanda el vacío. No querer, pero justo después del no poder. Supone algo parecido a enfrentarte a ti mismo, cuando ni uno mismo logra reconocerse. Bochornosos desnudos de cuerpo y mente ante un cristal que refleja aquellas inquietudes que un día solaparon parte de un pesar siempre amenazante. Y es que el espejo nunca miente. Mientras, la tristeza me guiña un ojo y demanda mi atención.

-"Eso está hecho", debo pensar yo.

Ahora la mentira parece haber desaparecido de la parte trasera e identificativa de mi DNI. Ahora, la bola de cristal dejó de funcionar y con ella, interpretaciones que bailaban al son de la debilidad, de la inestabilidad. Todo parecía atado, pero también muy bien atajado para alcanzar una meta de difícil reconocimiento. Entretanto, me cuestiono porque el rithm se ha separado del blues. Ahora tendrán que compartir la custodia de la grafía &. Dylan parece cantar para mí, mientras The Animals bucolizan algún tema de Nina Simone que lleva dedicatoria.

Gracias por haberme presentado al abismo. Se dibuja a mi alrededor mientras exige parcialmente mi atención. Te agradece acercarte a él aún sin conocer las ingrávitas demandas que ahora pide. Con el abismo cerca tuya, el futuro se ríe de tí. Inmóviles sentimientos, paralizada tragicomedia que comienza a representarse. Entonces, el capítulo apura unas últimas letras que no dan respiro ante esta conclusión inacabada. Frente a esta terminación apurada, el definitivo punto y final corrige una idea equivocada.

Discúlpenme los parados, los enfermos, los palestinos, los penados por la SGAE, los calvos, los felices o los discotequeros. Pero en esta ocasión, la culpa no fue mía.

Una llamada y una serpiente blanca

Una llamada y una serpiente blanca

Había perecido en innumerables intentos de conciliar un sueño que le permitiese abnegarse de la cotidiana realidad. Esa que desdibuja el presente más inmediato y nubla el futuro cercano a la proximidad. Pero entonces, el ritmeo incensantes de melódicas campanas no sólo vibró por los rincones de la habitación. Se había convertido en la polifanía que marcaba sus intentos de dormir. Vanos en todo caso. Terriblemente insoportable en su ejecución. Ante el incensante insomnio que se había apoderado de su devenir, las formas para descansar nunca llegaron; los modos para olvidar parecieron perderse. Bajo ningún concepto, una simbiosis hartamente imposible, ilocalizable, nada desdeñable.

Sin embargo, no sólo de infaustas campanas vivía la melancolía apoderada en aquella mañana fría. De él se había adueñado un bucólico llanto interno que fagocitaba por sus tripas, merodeaba por su nariz y atormentaba su cerebro. La malhumorada sensación que dominaba su insomnio en ese momento se agudizó con el hastío que perseguía a cada segundo que pasaba. La ansiedad ya había llamado a sus puertas, la desesperación logró saludar y el frustante cansancio se había acomodado de sensaciones continuas. Entonces las lágrimas blancas que emanaban por todo su interior, mostraban la ruina en que su cabeza exigía convertirse. Era sencillo: no podía dormir, no quería sentir.

Las llamadas telefónicas, sucedidas en clave de desánimo, no lograron aliviar aquellos perennes movimientos inútiles. De un lado a otro, mirando de aquí a allá, pensando en don y en doña, olvidándose de sí mismo. Sólo sobrecogido por una serpiente de color claro -venenosa ante todo- que mutaba su piel en el interior de un cuerpo gastado. Colgó el teléfono y supo que el desánimo se posaba sobre hombros alicaídos, párpados gastados y ojos enrarecidos. Los sentimientos ya se habían desgastado. En ocasiones de no utilizarlos. En otras, de puro maniqueísmo. La utopía del sueño era ya inalcanzable. El alivio tras esa llamada nunca llegaría. Despertó y sólo frente a él, la cruda realidad le mostró en lo que se había convertido. Le enseñó lo que hasta entonces parecía no haber aprendido. Por delante, ahora sólo le queda un tiempo que difícilmente pueda aprovechar. Eso sí, bajo una incuestionable cuestión de gustos, colores y olores.   

Con sabor a anemia

Con sabor a anemia

Siempre se había mostrado demasiado ciclotímico para un ritmo vital que no le permitía conjeturas de ninguna o dudosa índole. Siempre había otorgado al beneficio de la duda un estado emocional para nada acorde con una mirada serena, fija, insultantemente estructurada en sus ideas, en convicciones disfrazadas a menudo de espinosos matices. Sin embargo, esta vez había degollado por completo el único reducto de felicidad que le quedaba: ese que alguien le había otorgado, aquel que siempre había sentido arrebatado.

Pensar en el mañana le asfixiaba. Nunca había sufrido irrisorios ataques de ansiedad, pero ahora su respiración se entrecortaba cuando pensaba en vitalizar su existencia. Sus fosas nasales ardían y cerraban el paso a la salida de aire. Cuando intentaba expulsarlo creía tener los orificios taponados con polvo fino, manchado, encandecido de una propia insuficiencia que le ahogaba. En lo físico y en lo psicológico. Aunque no podía hacer nada, no aguantaba imaginársela desnuda frente a otro. No soportaba saber que subastaba su cariño a otro mejor postor. Su estómago rezumaba ardor, su voz emitía sequedad. Dos botas pirenáicas galopaban por todo su cuerpo sólo de saber que esa inimaginable realidad era algo más que un disfrute ajeno. Era la percepción de un pasado inigualable, de un presente desconcertante, de un futuro inexistente.

Él había alcanzado el vacío espacio de la soledad. Entonces, buscó la perspectiva. No la encontró. Como un caballero, sólo le quedaba despedirse, no sin antes recordar todo aquello: el sabor a óxido, a hierro, a anemia. Él había dejado dejado de montar en la infructuosa noria de la ciclotimia. Él era venas, era nervio, era desesperación, era decadencia. En sus manos tuvo un imperecedero camino a la salvedad pero no supo dejar garbanzos que le guiaran hacia ella. Quiso pero no pudo, pudo pero no quiso. Sólo abogaba en desangrarse por dentro. Por fuera, lloraba pero no tenía lágrimas, reía pero no hacía muecas, buscaba consuelo sin encontrar sedación. Había admitido que la canción dejó de sonar. La triste melodía glorificó al silencio. Sólo entonces pudo respirar tranquilo. Sólo entonces, supo que ya era demasiado tarde.

El periodismo sí es para cínicos

El periodismo sí es para cínicos

En un ejercicio de irresponsabilidad, todos hemos sumergido al periodismo en un subterfugio de intereses, en el que el beneficio cobra el primer, y único, interés de los poderes fácticos que lo emplean por y para su mejor beneplácito. Éste es, entiéndase, como la maximización de los ingresos que sus diferentes negocios les reporten. Y ante él, los medios sólo pueden ejercer esa visagra que se consagra junto a la cabecera de turno. El mensaje se evapora, el mensajero puede morir. Poco importa cuándo, y en qué cantidad, interesa aún menos. Los medios cobran relevancia para ejecutar ese manido tráfico de intereses que el cacique, el terratiente, el oligarca o el mafioso de turno pueden y quieren llevar a cabo. Y ahí se sienten cómodos, sin duda.

Objetivos económicos sí. Pero no los únicos. Los medios de comunicación -en general-, y de información -en particular- apuntan y disparan para su consecución. Los grupos editoriales se configuran como grandes espectros sociales que alimentan el tráfico de palabras o ideas. Nunca para hacerlo con la verdad. Y si la hay, es esa que no pueda molestar, con la que pueden traficar. Porque el despotismo es así: está llena de hombres y nombres enjutados en su propia desfachatez y camuflados bajo estrechos nudos de corbata. Desgraciadamente, abundan en los medios de comunicación.

Desconozco el pecado que para con el periodismo hemos cometido, pero la enfermedad que padece es grave. Parece que todos los que estamos jugando con su contenido, con su forma y con su fondo nos hayamos acostumbrados al trapicheo barato de la noticia. Desde la propia Universidad es desde donde se viene abajo la estructura informativa, la calidad periodística, la valoración noticiosa. Desde las redacciones es donde se ahogan las necesidad de querer contar lo que desgraciadamente no se puede contar. Mientras, en los despachos, ríen, se asustan, y nos liquidan. Hay cosas que no se pueden decir. "Maldita sea, no eres objetivo", sollozan.

La objetividad no existe. Nunca existió y me niego a exista en algún momento. La objetividad sólo es un invento del dinero a través del cual se pretende justificar frases inconexas, ingrávitas e inválidas para aportar absolutamente nada. Frente a ello, la veracidad y la honradez buscan un protagonismo perdido ante la inexactitud que representa la objetividad. Todos creen saber de objetividad, todos piensan valorar la objetividad, todos aseguran conocer la objetividad. Incierto. Nos amparamos en la objetividad para no contar verdades, para no molestar e incomodar. Pero la objetividad no se basa en una línea recta sobre la que tengamos que caminar para elaborar una información. Ahí es donde comienza a desviarse la relación causa-efecto que el periodismo, entre otras cosas, debería llevar intrínsico.

Este requiem es para una profesión en coma, enferma de poder, de éxito, de ego, de víboras desposeídas de valor. El periodismo como profesión no se ha contagiado por cuenta ajena. Han sido otros los que la han llevado a un coma del que es difícil que salga, acorde con los valores que se estilan en los pomposos despachos conjuntos a las redacciones. El periodismo no cambiará a corto plazo, porque sencillamente es rentable. Kappucinsky decía que este oficio no es para cínicos. Discrepo: está hecho para ellos. Para cínicos que utilizan en su propio beneficio el uso de la información, el derecho a la (su) verdad, los intereses creados. Para ellos, el periodismo actual está hecho a la perfección, tiene una marca definitoria que no admite ni discusión, ni un matiz de modificación. El periodismo ha muerto ¡Viva el periodismo!

 

P.D: A Carlos Otto, el polémico.

Felicidades

Felicidades

Salió huyendo en busca de una responsabilidad presentada entonces como necesaria, acorralada, ultrajada. Como la morfina, que aturde y esconde la lógica imperante que nos embellece, esa válvula se convirtió en una obligación para él. Todo lo contrario a salirse de la senda diseñada en aquellas noches, suponía azuzar un estado de las cosas que había dejado de reaccionar. Se configuraba como el termómetro que medía una situación difícil, rara, diferente, incómoda. Enfrentarse a ello demostraba las entonces insalvables diferencias dibujadas en las bonitas caras de ambos: la noche y el día, Page o Zappa, el pragmatismo o lo idílico. Eran pensamientos y discusiones en las que creían germinar algo concreto. La realidad demostró lo contrario: habladurías futiles y estériles. No obstante, parecía hasta gustarle. Y eso, cuanto menos, es de valorar. Pero entonces eran más sanos, quizás más guapos, y seguramente más inteligentes. Tiempos de complicados pensamientos para fáciles decisiones.

Comenzó a recoger sus cosas de un viejo armario, apolillado, sin bichos pero con olor a una vejez que entonces se posaba sobre sus hombros. Sabía que hacía lo contrario a lo que a veces su cabeza le dictaba. Proyectado tras las palabras dictadas por ella, esa sensación de inseguridad le invadía por momentos. Esas ideas se cargaban de un convencimiento alejado de una realidad fácilmente identificable. Ya mimetizada a través de una esfera inalterable y acelerada, de poco o nada cumplían en ese choque de objetivos, muy distantes por cierto.

Entre el tumulto textil, adornado por un aroma algo pueril, descubrió una liviana nota que resumía a la perfección la melodía que -su vida en general, su pensamiento en particular- podía entonar. Comenzó a leer, recobrando a partir de entonces el sonido de una canción que se ajustaba al contexto presentado en esos momentos, vivido con el empuje que la desesperación y la falta de tiempo les invitaba. Sobreseído el caso en cada una de sus múltiples líneas, se detuvo a leer, a pensar, a desesperar.

 

16 de septiembre

permite que te invite a la despedida
no importa que no merezca más tu atención
así se hacen las cosas en mí familia
así me enseñaron a que las quisiera yo

permite que te dedique la última línea
no importa que te disguste esta canción
así mi conciencia quedará más tranquila
así en esta banda decimos adiós

...y al final
te ataré con todas mis fuerzas
mis brazos serán cuerdas al bailar este vals
...y al final
quiero verte de nuevo contenta
sigue dando vueltas
si aguantas de pie

permite que te explique que no tengo prisa
no importa que tengas algo mejor que hacer
así nos podemos pegar toda la vida
así si me dejas no te dejaré de querer.

 

Un tiempo después, ese fragmento bucólico, emanuense, aburrido; no había perdido, sin embargo, ni un ápice de sabiduría de aquello que quería decir. Un tiempo después, él no era una estrella del rock and roll, ni siguiera un cometa pasajero. Sabía que los vasos comunicantes entre ambos eran ya nulos, encontrando la fragilidad de las redes para algo así.

Aunque ya son dos barcos sin rumbos, hoy son dos marionetas que van persiguiendo una luz cegadora. Él, sigue sin encontrar sentido a un enigma que no le deja existir. Ella, sabe lo que el hombre espera. Todo ello, sin haberlo aprendido, y claro está, si los nervios se lo permitían. FELICIDADES.

Dudas razonables

Dudas razonables

Desconozco la razón por la que las estrellas mediáticas, esas que adornan sus cuerpos con voluptuosos trajes de corbata y caracol, relucen sus rostros en televisión. Es más, desconozco la razón por la que la televisión se ha convertido en la quimera donde el oro es buscado por esos personajes dibujados de brillante desfachatez. Reclaman su felicidad como pioneros del tecnológico s.XXI. Esos monigotes dicen que todo va bien. Si así lo aseguran habrá que desconfiar.

No alcanzo a comprender el verdadero significado de la expresión crisis financiera, a pesar de mis intentos en anteriores post de relanzar un término manido, calificado como vital en unos momentos donde el capitalismo salvaje se baja los pantalones ante la indecencia que ellos solos han generado. Pobre de mí. Pobre del que quiso aprender algo de mí. El contribuyente mira atónito: guarda sus ahorros y sólo puede generarse a sí mismo un concepto que le despierta cada vez más dudas. Razonables en todo caso.

Pero dejando de lado el aspecto monetario que la televisión y los parqués bursatiles nos pueden brindar, también se escapa de mi lógica (y añado que de la gran mayoría. Absoluta en todo caso) las causas que nos llevan a repetir pensamientos, sentimientos, acciones, errores (crasos) y destierros mentales que juraste no volver a incluir dentro de los presupuestos generales de tu estado anímico. Una vez vencido en tu pulso particular, sólo te queda vigilarte a fondo. El único detective que funciona a estas horas genera cierto temor. Efectivamente, no te resistes al control policial que tu cabeza te establece. Un auténtico desastre. Sales por piernas de situaciones así. Una vez más. Y otra. Y las que te puedan quedar. No me atrevo a aventurar cuántas. Cuesta abajo, cuesta arriba se te hace el caminar. Uno ya elige el momento de detenerse ante el STOP de ocho ángulos (en estos casos, llamémosle octógono). Piensas, reflexionas, miras y continuas. ¿Hasta el siguiente? Sin duda.

Me resulta curioso conocer como un condenado alcohólico, cristiano ortodoxo, filántropo de medio pelo, cantante desgarrado y neurótico adicto a las anfetaminas puede generar un sentimiento musical tremendamente enganchante, terriblemente aséptico y vitalmente infinito. Efectivamente me refiero a Johnny Cash. Con una guitarra, un traje negro y una cicatriz como axioma de una personalidad abrupta, Cash te hace sentir la América profunda en stereo. O en dolby sorround. Cash se te pega a las orejas una música popular que tiene vida más allá de los spaguetti western. Te importa su música. Te preocupa porqué te hace sentirla de esa forma. Podría ser comparado con otros grandes del género, de la música, del arte en definitiva. Sería perder el tiempo. Johnny Cash fue único. Es único. Será único. Ni mejor ni peor. Incomparable en todas sus vertientes. Lo que Norman Mailer a la literatura, Johnny Cash es a este fraudulento negocio de la música. En él quien no corre vuela. O tonto el último. Perfectos en su forma, mediocres en sus modos. Lo fácil es engancharte no a lo que dicen, sino a la forma en la que lo dicen.

Rozando el patetismo, dudo de mi capacidad para encadenar ideas ya no brillantes, sino sencillamente comprensibles cuando te sientas a escribir. Sin la obligación de nada, apareces de repente frente a una pantalla en blanco, con el cursor parpadeando y te enmarcas en un tumulto de gilipolleces que sólo tu alcanzas a entender bajo la virtualización del OK, SAVE, GUARDAR o PUBLICAR. Mientras pienso qué opción escojo, apuras un cigarro y te preparas para enmarcarte en la siempre fácil aventura de dormir. Ahora sólo te queda saber qué clase de onirismo te espera. De lo que no dudas es de que el siguiente STOP está cerca. Afortunadamente, mucho más de lo que creemos.

Crisis

Crisis

Su cara se había tornado de una incredulidad palpable a un desánimo recalcitante. La caída de bolsas, la quiebra de los bancos o el languidecimiento de las colas del paro sólo eran un ejemplo vivaz del choque de realidades al que el capitalismo se estaba exponiendo. Algunos le llamaban crisis. Crisis, esa palabra de recurrencia sutil cuando las cosas salen sólo de una forma un tanto desviada. Esto era una crisis. Sí, pero también era el desplome de un sistema alimentado bajo los adornados lazos que la democracia había puesto. ¿Es la democracia sólo un poder fáctico bajo el auspicio de la economía? Los parqués de la bolsa mandan y los gobernantes sólo pueden aseverar y garantizar el pago de intereses. Paradojas de la realidad. Esa que a veces unos, y otros, se niegan a aceptar.

Ayer había caído Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión más importante en EEUU. Le importaba ya bien poco. De veras. Se había saturado, hastiado, cansado. Llamémosle de cualquier forma que nos pueda dar ejemplo de la situación. A partir de ese momento, sólo quería reflotarse a sí mismo.

No tenía mucho más que decir. Y por supuesto nada que hacer. Llegó a casa, lanzó los dados y el azar quiso que en ese momento todo le diese igual. La fluidez mental de la que había hecho gala, se esfumaba como el agua evaporada. Quería escribir. No podía. Entonces se acordó de la palabra mágica: crisis. El término se había olvidado de acechar a los mercados financieros. Ahora se instalaba en su cerebro. Crisis de algo. De todo. Nada salía exactamente desviado, todo fluía concretamente de manera opuesta. No pudo pensar mucho más. A partir de ese momento, durmió.

Bailando junto a la tristeza

Bailando junto a la tristeza

La tristeza es como ese balón medicinal que se posa sobre tus espaldas. Aunque quieras pensar que su peso no subyuga tus cervicales, sabes que esa incomodidad te acompañará durante el trayecto. Cuando duermes, la tristeza se transforma en un calor sofocante que te abofetea antes de poder conciliar el sueño. La tristeza se anuda sobre los cordones de tus zapatillas y te hace arrastrarte hasta tu próximo destino. Aquel al que acudes como la obligación que marca tu devenir. La tristeza te quita las ganas de saborear la comida. Engulles por mera necesidad fisiológica y vital, pero sin la más mínima necesidad de aportar un gramo vitamínico.La tristeza es saber que estás triste pero sin saber porqué.

Estar triste te cabrea: contigo, con los demás, con nada en particular. La tristeza se apodera de tu sonrisa. Pero también de tus ganas de disfrutar, de tu necesidad de comunicar, de aportar, de hacer gozar. La tristeza marca una X en todos los días de aquel calendario que tenía forma de estampita. La tristeza es desear que sí, pero saber que no. Es saber que quieres pero no puedes (o era al revés). De vez en cuando, la tristeza se disfraza de falsa esperanza. El resto de las veces, te dice a la cara que puedes empezar a desesperarte. La tristeza es darte cuenta que tus dos últimos artículos están publicados a la misma hora. Una exactitud que te hace desconfiar de la esencia laboral nocturna.

Cuando estás triste no quieres cerrar los bares. Entonces, los bares se convierten en cuevas donde los 40 ladrones plantan cara a un díscolo líder llamado Alí-Baba. La tristeza es mirarte en el espejo y no reconocerte. Es no querer ser tú, pero sin embargo, no conformarte con lo que eres. Es arrepentirte. La tristeza es la personificación ecléptica de las drogas. La tristeza hace que la búsqueda de la felicidad sea un pretexto para ser infeliz .

La tristeza es el mejor compañero de borracheras de la melancolía. La tristeza es echarte de menos. La tristeza son las letras varadas de Cormac McCarthy, las pinceladas del Goya ciclotímico o la voz desgarrada de Aretha Franklin. La tristeza es el alter ego de algo incotrolable. La tristeza se sienta sobre tu hombro, se acomoda y te saluda. A tí, ya sólo te queda ser su amigo. ¿Bailas?

The Stranglers como hilo musical lapidario

The Stranglers como hilo musical lapidario

No le convenía leer esto. Antes de ese momento, sabía que todo su pensamiento giraba en torno a una idea. Fija, en ocasiones, variable ante el devenir de ideas perecederas. Sabía que el frío marmol que entonces subyugaba su espalda se convertiría en un martirio con el que afrontar su delicada estabilidad. Ni siquiera las burbujas que se forman mezclando agua con ácido podrían sanarle tal dolor de sentimientos.

Había muerto. Nunca se esclarecieron muy bien las causas de una pérdida que servía como acicate de ese portazo dado. Se hablaba de un disparo en la garganta. Ya daba igual. En el entierro, sonaban The Stranglers, la canción Golden Brown para ser más exactos. Lágrimas bucólicas disfrazadas de un sinfín de comentarios sobre lo que había sido en vida. Ya nunca volvería a escuchar críticas infundadas en sensaciones de una noche, o maquilladas alabanzas que se habían presentado como regalo para oídos necesitados de adulación barata.

El temblor de sus piernas denotaba que se había equivocado con improntas decisiones dadas con el consentimiento de las prisas. Con esa necesidad de arreglar los entuertos que su cabeza se generaban con la rapidez con la que una lavadora centrifuga. Lloraba de rabia, de impotencia, de insano deseo, conocedora de que ya nunca tendría la oportunidad de decirle lo mucho que lo odiaba. Quizás por eso, la pelea se había convertido en la llave que abría y cerraba el fluído tráfico de sentimientos. Ya no tendría posibilidad de focalizar la estupidez que los rodeaba cuando no se ponían de acuerdo.

Había muerto. Todos salen del cementerio. Las ratas comienzan a relamerse las uñas. Ya no había tiempo para más cuerpos rectos y ojos invariables ante la inmovilidad que presentaba. Ya no se movería. Ya no mentiría. Todo aquello, ya no le dolería.Quizás había encontrado una vía de escape que nunca creyó que existiría. Estaba muy cansado, aunque ya las ojeras no le importarían mucho. Ya sólo le quedaba descansar. Por fin nadie le molesta. Por fin no le importa lo que piensen de él, las acusaciones que sobre él se viertan. Nunca tachó aquel día de la agenda. Toca pasar página, aunque su libreta ya está cerrada. Debería haber muerto más a menudo.

El tipo de persona que todo el mundo cree que es

El tipo de persona que todo el mundo cree que es

Cuando uno se acomoda para escribir no sólo relaja músculos tibios y flácidos que se rinden ante el devenir de los acontecimientos. Tu cerebro se asienta sobre unas experiencias que quizás nunca llegaron a ocurrir, pero que te sirven como tabla periódica de esa combinación química que forman lo que somos, queremos y, que no siempre disfrutamos. Entonces, pones a Frank Zappa en esa lista de reproducción vital para comprender un poco mejor lo que nunca llegaremos a ser. Nuestro corazón se disfraza de lacónico suspiro. Lanzas los dados y la ocurrencia temática del momento ya tiene un argumento al que agarrarse. A veces, la mentira cobra protagonismo. Y nos enseña el agradable sabor de tu lengua chupando el óxido. Porque a eso sabe la mentira. En otro momento, encuentras inspiración en ese niño que se sabía para cosas grandes. Se quedó en un camino regodeado de pequeñas trampas y sin referencias que guiarle. Volvió -aunque esta vez sin garbanzos que le mostrasen el retorno- para encontrar la paz consigo mismo.

Evocar un recuerdo que nunca se repetirá te hace ver la importancia del estado de las cosas. Afuera, nadie quiere que se altere por un miedo a menudear con un progresivo desarrollo. La inspiración no se busca. La encuentras en un cubo de basura repleto de pobredumbre, o en un ánimo que por momentos se desquebraja al mismo ritmo que los Balcanes. Sin embargo, el Milosevic que te acompaña nunca será juzgado por crimenes contra la humanidad. Ahora sólo importa la crisis económica y la empredecible repercusión que tendrá sobre los negocios de los poderosos corbateados. Tú, juegas con un garbanzo como si tus dedos fuesen las piernas de un futbolista que en algún momento se erigió como un ídolo cercano. Nunca más alejado de esa realidad demasiado cotidiana.

Miras la pantalla de tu ordenador y te das cuenta de que era como estar en un cuento de Edgar Allan Poe, en el que uno no es el tipo de persona que todo el mundo piensa que es. Bob Dylan nunca se equivoca.

People's strange when you're strange

People's strange when you're strange

El presidente del Gobierno aparece en la televisión para dar cuenta de la situación en la que este bendito país se ha metido. Los camioneros boicotean el tráfico fluído de las autopistas. El fútbol nos vuelve a todos majaras. Los supermercados agotan las existencias vitales de alimentación. Ahora hay sobreexceso de pasta de dientes, perfumes y pasteles repletos de grasa. De alguna manera tienen que llenar los huecos que la desaceleración está dejando. ¿Desaceleración o crisis? El presidente matiza ante la desafiante mirada de sus rivales políticos. De ellos, y del usuario que está en casa sin comprender muy bien cómo hemos llegado hasta aquí. Dicen que es por el petróleo. La madre del cordero de un vertebralidad económica ahora disparatada. Y ya se sabe: si a quien no entiende, le dicen que los problemas van a parar a la cartera, las alarmas se encienden.

Mientras, tú asientes atónito a todo lo que ocurre a tu alrededor. La vorágine del tiempo se ha llevado por delante tu capacidad de mimetismo ante los acontecimientos. Cae la tarde y de nuevo te olvidas de tomar una determinación. Jim Morrison decía People is strange when you are strange. La cara de esa otra persona tiene facciones poco marcadas y la anomalía en los pasos de los vecinos con los que te cruzas, te hace recordar esa frase. Algo de razón tenía.Tu estabilidad empieza a oler a pólvora. Le lanzas un flotador para que intente salir de la marea en la que se han metido. No sabes si la evacuación será posible. Mientras, en la calle, el afilador entona su melodía. Para él, la crisis no parece existir. Ha llegado la hora de silbar. ¿Alegremente? El afilador lo hace. A tí, aún te quedan algunas dudas.

El casco era lo de menos

El casco era lo de menos

Giró con su coche el pequeño recóndito esquinado que separaba una calle con otra aún a riesgo de encontrarse con ella. Antaño, solía quedar cerca de esa zona, donde las relativas comodidades de los bancos de piedra y el azúcar plastificado de las gominolas servían de retiro espiritual. Sin caer en la cuenta de la zona en la que se encontraba, torció a la izquierda y, granjeado por el atasco reinante, pisó el freno y paró el coche casi en un insultante acto reflejo. Entonces, la vio reflejada bajo el cristal izquierdo.

Llevaba casco. Signo inequívoco de su pasión por una moto que descansaba a su vera. En ese momento era su única compañía. La seguridad que otorga el casco no está reñída con la plasticidad que en tu rostro forma. Nadie puede poner en duda que los cascos afean. En su caso no era para menos, aunque la planidad que en su cara se generaba hacía de ella lo más parecido a un pez dentro de una pecera cilíndrica con ojos grandes inclusive. Chof, chof. Afortunadamenta no había cambiado mucho. O al menos, creía que no dado lo que él podía observar desde su posición en el asiento del piloto y la escasa transparencia facial que el casco dejaba vislumbrar.

Sin darse cuenta parecía haber retomado una situación hasta entonces conocida pero desde aquel momento un tanto extraña. Sin capacidad de reacción, esperó a que el coche anterior partiera, el tráfico diese una tregua, aceleró y dio rienda suelta a la oportunidad perdida. Llegó a casa. Recordó aquellos escasos segundos -intuyendo la desaparición del casco en esa imaginaria fotografía, claro está- y rezó por seguir deseándola. Aquella noche no tuvo ninguna duda: se masturbó pensando en ella.

Quizás tú tengas un título mejor

Quizás tú tengas un título mejor

Al caminar dejaba entrever una ligera cojera. Uno debía fijarse muy detenidamente para apreciarla dada la buena predisposición que tenía a disimular las asperezas que de su paso emanaban. De lo que estaba seguro, era de que esa mal formación no era congénita. Quizás había sido fruto de algún ataque a plena luz del día -cuando las aves orientales huían con el olor a pólvora-, por el impacto de la metralla de algún coche bomba colocado en el eje de coordenadas exacto, o sencillamente porque la falta reincidente de calcio había impedido el flujo normalizado de sangre hacia esa zona. Nunca me atreví a preguntarle el motivo por el que cojeaba. Cuando uno se acostumbraba a ello no le daba más importancia aunque creo recordar que era la derecha la que le proporcionaba esa inclinación en sus extremidades inferiores.

En la zona, la desolación se había apoderado de lo que hasta no hace mucho tiempo era un reclamo para estrategas que juegan su papel en la esfera internacional. Pero también era un destino dulce para turistas ansiosos de volver con una bonita historia, periodistas que rezumaban guerra con el deseo de una paz duradera o empresarios tocados por la varita de un capitalismo que no entiende de fronteras ni de daños colaterales. Los de allí nunca dijeron nada, nunca se opusieron a nada, nunca dejaron de confiar. Apenas tenían motivos sino contrastar los constantes rumores que hablaban de ser cuna de un terrorismo que, hasta ese momento, en las calles no se había presentado. "Buenos días, soy el terrorismo", debieron haber dicho ante la presencia de algún nativo. Como no fue así, nadie creyó que la cosa fuese tan grave como se decía.

Ha pasado tiempo desde entonces. El terrorismo nunca se llegó a presentar con modales. Por ello, los señores de la guerra utilizaron ese desafortunado escenario para robar los pequeños trozos de felicidad que de esa tierra emanaban. Lo droga también quiso ser partícipe de una actividad tan excitante apoderándose del adjetivo que te define de cara al exterior: ahora son un narcoestado en la que los dólares son la cabeza visible de un sociedad invertebrada y desigual.

En este marco, la palabra esperanza pierde su sentido. A casi todo el mundo se le ha agotado su particular reloj de arena con la misma. Ya no creen en el sarcamasco que antaño dominó la zona con bobaliconas sonrisa. Ahora los casquillos de bala han sustituido a los balones de fútbol, las celebraciones fúnebres a las bodas ortodoxas y los llantos de desesperación al cordial saludo con el ingenuo turista. La mirada de un niño se pierde bajo el rastro de un obús nocturno y la sonrisa de una mujer ha sido borrada por el terror. La sinrazón de la guerra nunca acaba. Tan sólo te da una tregua cuando has olvidado llorar. No creas que por alegría. Por desconsuelo y amarga reiteración. Tan repetitiva como el imperfecto y penoso caminar de quien tiene, aunque ligera, esa incómoda cojera