Oficio a cambio de miedo
A lo largo de toda la temporada, el Valencia ha sufrido un auténtico pandemonium. Cada paso que desde la directiva se daba servía para exponer públicamente unas vergüenzas que han llevado al equipo hacia el abismo, la humillación deportiva. Deprimidos en su forma y en su fondo, esta plantilla, configurada para grandes hitos, no ha sabido hacer frente a las expectativas que se esperan de su calidad, herida quizás en todos y cada uno de los movimientos de ilógica imperfección que desde las altas esferas del club se han llevado a cabo. Pero el fútbol es de los futbolistas. Y la final del miércoles dejó bien claro que la esquizofrenia en la que están inmersos los valencianistas sólo se cura desde dentro. Desde el papel de psiquiatra que los futbolistas han de sacar cuando la enfermedad ya está expandida. Esta final de Copa era un inmejorable escaparate para demostrar que esta locura tenía solución. O en parte. Y el Valencia se agarró a sus mejores jugaores para empezar a salir de ella ahora que la temporada se acaba.
La receta fue el oficio. Eso y que enfrente tenía a un cándido Getafe que se presenta ante los mayores de su clase con un respeto, llamémosle, preocupante. Ya le pasó el año pasado en su primera final disputada ante el Sevilla (3-0 para los andaluces), y esta temporada con la agónica-sorprendente-esperanzadora eliminatoria de cuartos de final de la UEFA ante el Bayern de Munich. Ayer volvió a repetir ese papel que otorga un permiso en el caso de derrota pero que trae consigo un desconfiante tufo a equipo pequeño. A no competitivo. A proyectos imperfectos. Con una historia tan romántica y dulce, todos nos hemos hecho un poco del Getafe, pero con el ahínco de almas desconocidas no se ganan ni novias ni loterías. Y mucho menos, títulos.
Así, ese Valencia estableció un estrecho margen de permisibilidad desde el primer minuto. Con un soberbio Baraja, acompañado de Silva y Villa en el triángulo de la culminación, los chés ya mandaban por 2-0 en el marcador en el minuto 10. Esa es la diferencia entre quien sabe qué es una final por la experiencia adquirida a lo largo de su historia y quien se sabe finalista por los incontables méritos de los que ha hecho gala. Los primeros -Valencia- se agarraron al orgullo de unos futbolistas que aún deben demostrar mucho más que las pinceladas que han dejado esta temporada. Los segundos -por obviedad el Getafe- aún deben aprender las consecuencias de la ingratitud que el fútbol te proporciona. Ya colecciona algunos cachitos.
Esos dos goles supusieron para los de Laudrup un choque de civilizaciones en los morros. Se dieron cuenta de lo que es la infererioridad. Miraron atrás y en ese momento parecieron entender que el mundo de los pobres aún quería mucho de ellos. Como si el éxito o la heróica no fuese con su forma de andar o de vestir. En definitiva, con un impasible estilo que Granero quiso apartar él solito moviendo al equipo con la velocidad que los pulmones agotados te otorgan. Así llegó el penalti sobre Contra que anotó el canterano madridista. Gol. Mientras hay vida hay esperanza.
Pero esa esperanza quedó dinamitada con la primitud con la que el Valencia volvió del vestuario. El mundo valencianista contra Granero. El coloso en llamas. Testarazo de violencia, casi insultante y la Copa para una ciudad que no se conforma con este estado del bienestar que la felicidad efímera otorga. La experiencia contra el incrédulo ímpetud. Dos trayectos que se cruzan. Mientras tanto, la cabeza de Koeman sigue oliendo a pólvora y Getafe a derrota. Mucho oficio para tanto miedo.
0 comentarios