Quizás tú tengas un título mejor
Al caminar dejaba entrever una ligera cojera. Uno debía fijarse muy detenidamente para apreciarla dada la buena predisposición que tenía a disimular las asperezas que de su paso emanaban. De lo que estaba seguro, era de que esa mal formación no era congénita. Quizás había sido fruto de algún ataque a plena luz del día -cuando las aves orientales huían con el olor a pólvora-, por el impacto de la metralla de algún coche bomba colocado en el eje de coordenadas exacto, o sencillamente porque la falta reincidente de calcio había impedido el flujo normalizado de sangre hacia esa zona. Nunca me atreví a preguntarle el motivo por el que cojeaba. Cuando uno se acostumbraba a ello no le daba más importancia aunque creo recordar que era la derecha la que le proporcionaba esa inclinación en sus extremidades inferiores.
En la zona, la desolación se había apoderado de lo que hasta no hace mucho tiempo era un reclamo para estrategas que juegan su papel en la esfera internacional. Pero también era un destino dulce para turistas ansiosos de volver con una bonita historia, periodistas que rezumaban guerra con el deseo de una paz duradera o empresarios tocados por la varita de un capitalismo que no entiende de fronteras ni de daños colaterales. Los de allí nunca dijeron nada, nunca se opusieron a nada, nunca dejaron de confiar. Apenas tenían motivos sino contrastar los constantes rumores que hablaban de ser cuna de un terrorismo que, hasta ese momento, en las calles no se había presentado. "Buenos días, soy el terrorismo", debieron haber dicho ante la presencia de algún nativo. Como no fue así, nadie creyó que la cosa fuese tan grave como se decía.
Ha pasado tiempo desde entonces. El terrorismo nunca se llegó a presentar con modales. Por ello, los señores de la guerra utilizaron ese desafortunado escenario para robar los pequeños trozos de felicidad que de esa tierra emanaban. Lo droga también quiso ser partícipe de una actividad tan excitante apoderándose del adjetivo que te define de cara al exterior: ahora son un narcoestado en la que los dólares son la cabeza visible de un sociedad invertebrada y desigual.
En este marco, la palabra esperanza pierde su sentido. A casi todo el mundo se le ha agotado su particular reloj de arena con la misma. Ya no creen en el sarcamasco que antaño dominó la zona con bobaliconas sonrisa. Ahora los casquillos de bala han sustituido a los balones de fútbol, las celebraciones fúnebres a las bodas ortodoxas y los llantos de desesperación al cordial saludo con el ingenuo turista. La mirada de un niño se pierde bajo el rastro de un obús nocturno y la sonrisa de una mujer ha sido borrada por el terror. La sinrazón de la guerra nunca acaba. Tan sólo te da una tregua cuando has olvidado llorar. No creas que por alegría. Por desconsuelo y amarga reiteración. Tan repetitiva como el imperfecto y penoso caminar de quien tiene, aunque ligera, esa incómoda cojera
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