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Donde la locura alcanza su sentido

Reflexiones de medio pelo

La proximidad de un bulto

La proximidad de un bulto

Tiempo atrás había sentido la necesidad de acudir al médico. Había notado un pequeño bulto debajo de sus pechos. En un principio no era muy alarmante, pero viendo sus antecedentes familiares y la tranquilidad con la que la conciencia descansa cuando el especialista te observa, decidió acudir para dejar de sentir esa necesidad. En casa, había dejado la maleta preparada para enfrentarse a lo peor. A una posible realidad que tan sólo quería ver con el rabillo del ojo.

Mientras él, había dejado de saber cómo ayudarle. Aunque no lo demostrase, la amaba con todas sus fuerzas porque tenía muy claro lo que representaba en su vida: la figura que encuentras y a través de la cual gira una estabilidad que sólo su sonrisa le proporcionaba. Es cierto que los guiños de complicidad cada vez eran más escasos, pero nunca había dejado de quererla. Tanto para él como para un futuro en el que sonaban campanas con un tono cada vez más grave. Sin embargo, su amor por ella no daba tregua cuando ella y su bulto se alejaban. A poco que la recordaba, también estaba presente lo que sentía por ella. Y eso le castigaba si miraba atrás, sencillamente porque se había enamorado de la persona, del cariño, de las eternas batallas, de sus sueños, de su bulto.

Las pruebas tardaron en llegar. Mientras, ella vió que sin su apoyo, esa dura lucha por mantener la esperanza multipolar no merecía le pena. Decidieron alejarse el uno del otro. Quizás para siempre. Quizás para que fuese ella sola la que se tocase los pechos y dejase de sentir ese bulto disfrazado de malestar e incomodidad. Quizás para salir del hospital y encontrárselo esperándola a las puertas del mismo. Quizás para que, en un gesto macabro, él quisiese que fuese algo más que una simple revisión médica y de esta manera no despegarse ni un solo segundo de ella.

Quizás se había cansado de esperar

Quizás se había cansado de esperar

Entró en el vagón del metro cuando el rechistar que anuncia el cierre de puertas se proyectaba en la horizontalidad de la parada. Intuía la proximidad de la partida pero sólo cuando vio la oportunidad de avanzar decidió correr. Su esfuerzo suponía un reto ante el conductor del vagón, verdadero verdugo de destinos a esas horas de la mañana. Esta vez venció y ya formaba parte de ese crepúsculo masificado al que se unió no sin disimular una satisfacción recreada con un suspiro.

Alzó la vista y se mostró reflejado en el cristal de la puerta cristalizada. Para una persona que había cuidado su imagen hasta la última raíz de su pelo, hasta el más ínfimo detalle y para la cuál gastaba a diario tiempo y dinero; un último vistazo -retoque incluído- era necesario. Casi obligado me atrevería a recalcar. Salió de ese estado edonista y el metro aún no había avanzado ni un solo palmo en la vía. Fuera, el incensante goteo de gente que llegaba conjugaba con unas caras que pedían una nueva apertura. Daba igual si estaba lleno. Sólo querían sentir la seguridad que otorga un tren en constante recibimiento anónimo. No fue así. Entonces, una desagradable voz recorrió el subterráneo anunciando el tan temido mensaje de las ocho de la mañana.

-Por motivos ajenos a Metro, este tren estará parado en un tiempo estimado de 15 a 20 minutos.

Sólo el runrún generalizado del rebaño que dentro del vagón esperaba su depósito, modificó un status quo que se repetía a diario más de lo que el viajero podía desear. Eso sí, siempre de manera y por motivos ajenos a Metro.

-Como se nota que ellos no tienen que cogerlo. Si estuvieran aquí dentro esto funcionaría a las mil maravillas. Que poco piensan en la gente que necesita coger este trasto para ir a trabajar. Para trabajar y así reportarles los beneficios de los que ellos hacen gala.

Quien hablaba era un personaje situado junto a nuestro protagonista, que le miró con ese aire cándido que otorga la complicidad. Era bajito, maltratado por el paso de los años, proyectado por la incultura y el desaliento. Quizás nunca le había interesado ser de otra forma pero con esa frase subvencionó el pensamiento de otros tantos viajeros. Referida a los dirigentes, a los poderosos que inauguran metros pero que en su puta vida han sentido lo qué es viajar en otra cosa que no sea en sus lujosos y pomposos coches oficiales, aquella afirmación de un desconocido era para sus ojos una nueva impronta que le decía que ya llegaba tarde. Ni se inquietó porque afortunadamente no era la primera vez.

El metro es ese espectro inerte que te lleva de un sitio a otro sin que sepas muy bien cómo están conectadas radialmente unas estaciones con otras. Es el único refugio que te abraza cuando el afilado frío de la calle te merodea, te estudia y te ataca mientras tu patente indefensión tiene bastante con toser. Entonces el vértigo de la sensación térmica te invade. En un vagón de metro la gente se olvida de su seguridad, de su condescendencia para con los demás, de ser complaciente, de tener paciencia. Donde la música disfrazada de animación sociocultural te invita a olvidar el escenario oscuro sobre el que el vagón te está transportando. Es el mercado potencial de diarios gratuitos, de novelas baratas y del seguimiento indiscreto de aquellos que otean las páginas que el prójimo tiene abiertas. Paralelismos de lecturas. Es saber buscar el juego de miradas que el reflejo de los cristales proyectan. Viajar en metro es insertarte en un inframundo diferente cuyo pasaporte tiene el valor de un euro pero que a la vez es la señal inequívoca del urbanismo que nos rodea. Es el brazo armado de la sociedad desesperante.

Las puertas se habían vuelto a abrir pero la gente que había llegado después ya no tenía esa necesidad de montar que antes rezumaban. La comodidad premiaba sobre la seguridad de partir una vez solucionado el problema. El tipo inocuo que reclamaba algo más que avisos por megáfono no se había movido ni un sólo centímetro. Si acaso su gesto era cada vez más agrio a cada minuto que pasaba. Chisteaba incensantemente mientras agitaba la cabeza de un lado a otro queriendo dejar evidencia de su desacuerdo con el funcionamiento del tren aquella mañana. 

Con los motores parados y las puertas abiertas, nuestro protagonista perdió una paciencia que otros sí habían tenido. La inoperante espera se la había robado. Salió del vagón, perdiendo ese privilegio que se torna en un minúsculo hueco entre el rebaño. El denominador común creado con el hombre anclado en quejas se perdió. Sabía que el reto conseguido cuando entró corriendo ya no valía para nada y su lugar fue ocupado por otros tantos viajeros ansiosos de satisfacer sus múltiples destinos. En ese momento, el tren volvió a anunciar que retomaba la marcha. Pero él ya no estaba dentro. Daba igual, se puso los cascos y comenzó a escuchar a Tom Waitts. Quizás se había cansado de esperar. Quizás.

Siempre nos quedarán los algodones de azúcar

Siempre nos quedarán los algodones de azúcar

Cuando has dejado de creer en dios. Cuando masticar chicle te parece someter a la mandíbula a un esfuerzo inútil. Cuando la venganza se apodera de cada gesto cómplice que de ti emana. Cuando el silencio tiene de primer apellido incomodidad. Cuando las oportunidades se otorgan siempre a modo de contrareembolso, esperando de ellas una buena recompensa. Cuando al respeto le sale pólvora de la cabeza. Cuando aprendiste a dormir con un ojo abierto. Cuando el brazo que acariciabas se llenó de astillas. Cuando el perro de compañía dejó de sacar la lengua. Cuando mis problemas ya no son los tuyos. Cuando el amor se solapa con la comodidad. Cuando la mentira invadió tu zona VIP. Cuando tus errores jamás se borrarán de la parte trasera del DNI. Cuando nadie fue capaz de quitarnos la paja en el ojo ajeno. Cuando las malas interpretaciones son fruto de verdaderos cuentos de ciencia ficción al mejor estilo de Philip K. Dick. Cuando un te quiero adquiere matices casi peyorativos. Cuando no supiste responder a la pregunta de hasta cuándo.Cuando tus planes chocan contra un muro de Berlín. Cuando un si telefónico se convierte en tu peor enemigo. Cuando el alcohol dejó de pasar factura. Cuando el sexo es inmejorable. Cuando terminas de escribir esto es cuando sabes que el ticket (o moneda, o entrada) de esta montaña rusa ha expirado. No te preocupes, a la salida siempre nos quedarán los algodones de azúcar.

El sueño de los que no duermen

El sueño de los que no duermen

Cuando hablé de él, la nitidez en la cara de los allí presentes denotaba extrañeza. Quizás porque no acostumbraban a valorarlo como realmente ha merecido en unos últimos tiempos en los que la combustión de su vida había quemado más etapas que las de cualquier otro joven de su edad. No es que aparentase ser más mayor, es que directamente la ceguera se había apropiado del resto cuando su presencia se antojaba cuanto menos, posible. Y eso jode para alguien que no había perdido un sólo segundo en levantarse bofetada tras bofetada.

Pero cuando hablé de él, supe que evocaba a alguien que te invitaba a su casa a beber coca-colas mientras intentabas tragar algún dulce rocoso. La mezcla es difícil pero cuando el hambre agudizaba tras una tarde entera en el barrio, tu estomago se convertía en traidor de las causas lógicas. El perfume a gato era habitual. Normal cuando tras de tí corría una jauría que sólo buscaban un pequeño gesto de alguien desconocido para ellos. Sólo recordar aquello te hacía ver que salir del colegio ya no se convertía en cita obligada con el bocadillo de salchichón. Al menos, cuando él jugaba de portero, rompía guantes y presumía de su abuelo, siempre te quedaba ir a su casa para merendar. El resto, importaba poco.

Porque hablar de él implica hablar de los Caballeros del Zodiaco -y más concretamente de cisne-, de jerseis infames, de un pelo color castaño que nadie se atrevió a tildar de pelirrojo y de una seguridad pasmosa perdida que ahora intenta recuperar a cada gesto de reciprocidad.

Evocar su presencia es tener presente como joder el final de 'Arma Letal' a la salida del cine, es alucinar con Eddie Murphy en 'Superdetective en Hollywood' o rememorar gallos al son de los Héros del Silencio o de los Pirata. Pero si de su voz hablamos, nadie como él para imitar el sonido de las pistolas en dolby sorround.

Pero también es recordar a 'Martes y 13', queriendo siempre ser nuestra particular versión de Millán Salcedo. O es escuchar hasta la saciedad que te parecías a Jaime Urrutia mientras se peinaba ese tupe que ni siquiera a él le gustaba. Su pelo indomable siempre le permitió experimentos disfrazados con un toque de la sutileza que te otorga la gomina.

No olvides que mencionarle es ver frente a tí una adolescencia escondida entre mil y una compañías, es conocer el infierno de cuatro paredes que encierran tu espacio vital mientras sientes los escalofríos de la última planta de un hospital, es sentir el trago más amargo de unas drogas que alguien llama 'blandas' o es perder la horma de tu zapato en el camino más duro de tu vida.

Pero él volvió y ahora sólo le huelen los pies, eructa para sí mismo -con buena voluntad bajo su fuero interno-, valora el buen humor tanto o más como a él le han infravalorado el suyo y tiene esa extraña capacidad de enamorarse de quien no se lo merece. Mientras tanto, juega más que bien a periodista, guionista y artista; trabaja en lo que no le gusta para poder sacarse sus castañas de un fuego que ya desde pequeño comenzó a quemarle y empieza a encontrar lo que Huxley llamó un día mundo feliz. Si esto te parece poco, incluso sale sonriendo en las fotos. Yo, ante él, me quito el sombrero.

Camino o laberinto. ¿Dudar? Quizás

Camino o laberinto. ¿Dudar? Quizás

Desconozco quién es la Institución pública, privada o sentimental que se encarga de administrar las emociones que nos golpean en nuestro devenir. Los funcionarios de este maravilloso Ente se encargan de proporcionarnos una pequeña ración cada determinado tiempo a modo de anestesia. Así, en cado uno de los casos su función será recordarnos que la senda emprendida es maravillosa, bien que es una mierda (siendo o no consciente de ello) o, sencillamente provocar nuestra atención y no dejarnos caer en la tentativa que supone la constante pasividad.

Ahora que el barco del 2008 ha zarpado, los deseos que con él quieren flotar son muchos. Estupideces, la gran mayoría de los casos. Es decir, no actos que vayan a cambiar nuestro habitual estilo de vida, pero sí promesas que actúan como desfibriladores para nuestra conciencia. Tomas las uvas y piensas: aprender idiomas, dejar de fumar, hacer deporte. Blablablabla. Al día siguiente amaneces con una resaca que se disfraza de demonio y eres consciente de que todo ello quedó ahogado en tu primera copa del nuevo año. Espeluznante, de veras.

Sin embargo, sólo el paso del tiempo te permite ir analizando el estado de las cosas (de las tuyas, de las mías, de las de todos en general) con la objetividad que cabe en un vaso de agua. Despejar un horizonte que hasta no hace mucho tiempo podría haberse vestido de un color totalmente diferente al que tiene ahora, lleva un tiempo que no siempre estamos capacitados para aguantar en la sala de espera. Porque las salas de espera huelen a escasez de esperanza. Es una mezcla a desesperación, a zotal y a muerto. Sobre todo a muerto. Y en esas condiciones la espera se hace muy larga.

Pero dejando a un lado las condiciones de salubridad de las salas de espera, uno nunca tiene la certeza de haber acertado cuando dos (o más) caminos se cruzan en nuetro planeta tranquilidad. De ahí que la espera sea necesaria. La valoración definitiva tardará en llegar. Hasta entonces, la valoración propia que nosotros realizamos nunca termina de gustarnos del todo. La eterna decisión que asoma con dos cabezas visibles.

- Creo que he hecho lo mejor -insinúas cuando la más mínima mota de felicidad te rodea. Mientras, miras al horizonte con cara de ganso para hacer público tu efímero estado. Que me aspen si no es así.

- Quizás si hubiera elegido el otro camino ahora no pensaría así -entonces giras la cabeza y pareces ver a un tumulto de personas que te despiden con pañuelos blancos. Como en esas películas de infames despedidas al calor del vapor del tren. O sí, como en la Guerra Civil.

Uno nunca tiene la certeza de saber si toma bien sus decisiones. Siempre queda esa genial actitud que te hace poner en duda la consagración de tus actos. Entonces crees tener en tu estómago decenas de malditas palomas que cagan al sonido de tus pensamientos. Al menos, siempre te quedará el consuelo de que las palomas dan asco. Nuestras dudas y pensamientos, sólo a veces. 

La felicidad a, a, a, a, a, a, a, a, a, a, a, a

La felicidad a, a, a, a, a, a, a, a, a, a, a, a

Uno nunca sabe cuando está amarrando la felicidad para retenerla sin la letra pequeña de un contrato sin vigencia legal. En ocasiones la llegamos a palpar con la yema de los dedos otorgándole una confianza que no sabe admirar, provocando en ella la espantada. Entonces sólo queda esperar al siguente descanso que realice a tu vera para poder disfrutar de ella el tiempo que te otorgue. En otros momentos, somos nosotros mismos quienes, con unos actos que nos desnudan ante ella, le damos la patada para que se busque a otros compañeros de viaje, dejándonos huérfanos de su consejo. De vez en cuando, somos felices.

La felicidad siempre disputa los partidos en su terreno de juego con todo lo que ello conlleva: público a favor, arbitrajes injustos y una actitud defensiva descarada por parte del rival, en este caso nosotros. Así, tenemos todas las de perder. Sin embargo, en nuestro forzada necesidad de encontrar la felicidad, la búsqueda trae consigo una serie de factores que nos otorgan pedazitos. Poco a poco el puzzle se va conformando y en ese camino vamos conociendo la satisfacción que otorga el dulce sabor de ser feliz. 

Por ello, la sensación de felicidad nos sobrevuela sin que logremos convencerla de que duerma esa noche junto a nosotros. Amanecemos sin saber cómo hacerle entrar en razón para que los múltiples factores que la/nos engloban se unifiquen. Es a partir de ahi cuando no tenemos ningunda duda de categorizar.

-Sí, soy feliz -piensas.

-¿Hasta cuándo? -replica.

Sabes que es hasta el momento que ella quiera. Hija de puta.

Dicen que lo bueno si es breve es dos veces bueno. Y yo aseguro que ser feliz, si es breve, no es bueno. Es una mierda.

Llegó la hora de destapar el mito (Parte I)

Llegó la hora de destapar el mito (Parte I)

Esto no es un calentón. Es un pensamiento sembrado durante años. Lolo y yo somos chicos de provincia. Ciudadrealeños para ser más exacto. Y sí, admito que mi lugar de origen no se caracteriza por la belleza, ni siquiera por tener una población en demasía (60.000 habitantes). Si acaso me quedo con las gachas y la salobreña. Poco más destaco. Es cierto, autocrítico e inconformista: Ciudad Real es una mierda. Oro y diamantes. Qué le vamos a hacer. 

Sin embargo, ya es hora de destapar los mitos de las ciudades españolas. Porque el 80% de las mismas son ciudadreales repartidas por diferentes accidentes geográficos en los que los mitos franquistas o las giras veraniegas de Karina y Georgie Dann han destapado como grandes ciudades. Mentira. Esto es categoricamente falso cuando uno analiza el resto de ciudades que no entiendo porqué estraña conspiración astral están consideradas como grandes o importantes. Es entonces cuando el mito vuelve a relucir. Y Lolo (sentado junto a mí y proclive a levantar complejos) y yo volvemos a cagarnos en el mito. Porque sí, Ciudad Real es una castaña pilonga, pero no os engañeis; porque lo es pero al calor de otras ciudades tales como Segovia, Ávila, Jaen, León, Lugo, Palencia,Pontevedra, Santander, Logroño, Vitoria, Gerona, Tarragona, Lérida, Huesca, Palencia, Zamora, Badajoz, Burgos, Murcia (me entran escalofríos mientras escribo todas y cada una de las seis letras que conforman su nombre) Almería, Alicante (sí, sí aunque sea cita obligada del jubileo patrio), Guadalajara o Albacete entre otras. Desconozco en estos momentos si me dejo en el tintero alguna de las grandes provincias que rodean el mapa español y siento si alguien puede sentirse herido en su orgullo gentil. ¡Pero ya está bien!

Pensareis en estos momentos que en esta confubulación dejamos a un lado de estas 'maravillosas' ciudades, las cacas que históricamente han copado insultos, risas y desconocimiento geográfico como pueden ser Teruel, Soria y, como ya dijimos, Ciudad Real. Hemos querido apartarlas porque por obviedad están incluidas. No obstante cuando uno se ve insertado en este compendio estupendo, la solidaridad sale a relucir. Somos cacas y ese tufo que nos ha englobado queremos compartirlo con otras provincias españolas que, hasta este artículo , estaban olvidadas de los anales de ciudades igualmente poco valoradas por nuestra parte.

Llegó la hora de los ejemplos gráficos. Aseguro que no tengo la más remota idea de quiénes son esas dos personas que conforman esa estupenda pareja que posa sonriente ante la estatua de Espartero en el Espolón situada en Logroño. Sin embargo, la pregunta surge cuando nos planteamos qué diferencia existe  entre la estatua ahora mismo citada y la de la derecha del Rey Juan II de Castilla situada en el Torreón de Ciudad Real. La respuesta es bien sencilla: ninguna. Es en este punto cuando nace la moraleja: las estatuas ecuestres no embellecen una ciudad, ni valen como argumento para destacarlas.

Sin embargo, la argumentación estrella a la hora de venderte la moto (recayendo entonces sobre tí el papel de caradura) sobre una ciudad es su catedral. "No, pero tiene Catedral" suele ser una frase a la que se acude para no caer en una crítica que por mucho que se quiera espantar, es irrefutable. Las catedrales de alguna de estas ciudades fuero construidas en su gran mayoría a lo largo de los diferentes períodos artísticos. Pero amigos, el Renacimiento o el Romanticismo (por citar) acabó y con ellos la grandeza que en ese momento puedan tener. Dejad de vivir de las rentas.

Acabamos no sin recordar que ríos -que automáticamente exigen o traen de serie un puente- fachadas de universidades, resquicios de murallas, gastronomía, campos de fútbol, playa o montaña (dejamos elegir) o fiestas INFAMES no os valen como excusa para estar en lo alto de la clasificación. Recordad que España tiene dos ligas muy diferentes y, por mucho que pueda joder, vuestras ciudades también juegan por no descender. El mito no deja de crecer. Espeluznante. 

Odio no ser como tú

Odio no ser como tú Odio no ser como tú. Odio esa facilidad con la que consigues evadirte de lo que otro creemos que es una necesidad. Odio escuchar "a mí me da igual". Odio tus michelines. Tu extrema delgadez. Tus pies planos. Tu aliento susurrándome que las cosas pueden cambiar. Tu desidia cuando ha de llegar ese momento. Odio que no sepas admirar, valorar, pero a la vez izar la bandera del reconocimeinto cuando eres tú quien doma a la fiera del circo. Odio esperar tu complicidad. Odio que necesites la mía. Odio tus silencios. Odio que tu vómito de palabras categoricen sobre el charco anteriormente formado. Odio que te guste el country, que no aprecies los solos de John Coltrane. Odio que sintetices las baterías de los Stooges. Odio que no te guste el fútbol, que si te hablo de Mohammed Ali creas que es un moro que ha muerto en patera. Odio que hayas olvidado mi número de teléfono. Odio que la noche varíe tu insultante forma de ser, cambiando patadas por abrazos. Odio no apreciarte. Lo dicho, odio no ser como tú.

"Hostias, ha llegado la Navidad"

"Hostias, ha llegado la Navidad"

Enciendes la televisión y pronto te das cuenta de la vorágine en la que has entrado. Dejas de lado octubre y noviembre casi sin darte cuenta mientras añoras viejos abrigos en los que el estrago del frío te llegaba a encadilar. Observas como la vorágine del consumo se apodera del trabajo diario de tarjetas de crédito. Entonces reflexionas y piensas "hostias ha llegado la Navidad".

Sales a la calle y te das cuenta que esa enfermedad compulsiva que la realidad virtual te ha ofrecido, pasa junto a tí. Te roza e incluso te intenta convencer. Esta vez has logrado salir del paso. Pero tranquilo que en tu frágil consciente subyace la frase "hostias ha llegado la Navidad".

Meditas la importancia de una fecha que hasta bien poco te ofrecía todo lo que un niño desea: vacaciones, la oportunidad de adquirir los regalos utópicos del resto del año con sólo echar una carta en un buzón y la excusa de sentirte libre "porque Papá, es Navidad". Es cierto que has crecido. Ahora sabes que los renos no vuelan, que tres inmigrantes no pueden conseguir juguetes para todos los niños del mundo y que la capa de Ramón García es igual de infame que hace diez años. Sin embargo, esa 'masa social' -es decir tú, yo, algunos más, quizás el total de la gente- que te rodea vuelve a situarse en lo "acertado". Categorizan con su contracultarildad como bandera de lo alternativo y marcan el territorio: "Pues a mí cada año me da más asco la Navidad". Escuchas, agachas la cabeza y asientes. En el fondo sabes que no hay nada distinto en ellos salvo el complemento otoño-invierno de turno que han encontrado.

Pues bien, a mí me gusta la Navidad. Deseo impregnarme del olor a castañas, comprobar que cada día los juguetes son más caros, reirte de las luces que no lucen por, quizás impagos del Ayuntamiento; comprobar que detesto los polvores, mantecados y turrones varios, saber que tu abuela cada año cocina mejor y pedir ayuda cuando tengas que envolver regalos. Es sencillamente la excusa de los que no somos creyentes para dar rienda suelta a nuestra mejor cara 'pseudo-cristiana' y establecer una mera fecha para reunirte y charlar. A charlar. A eso, me invita la Navidad.

Llega la Navidad y crees entonces que es el momento de derramar tu alternatividad sobre lo que antes te invitaba a la felicidad. Aprovecha y busca un vuelo barato a Mauritania para derrochar tu particular oferta de Fin de Año. Que no falten uvas, champán y socios de Greenpeace. Pero eso sí, antes cómprate esas zapatillas que deseas porque "hostias, ha llegado la Navidad". ¿Y la diferencia?

 

 

 

 

 

El tiempo se va

El tiempo se va

Son las 20 horas. Ya llegas tarde. Desgraciadamente esta práctica se ha convertido en habitual. El maravillo transporte público madrileño te ha impregnado de esta característica de la que dudosamente alguien pueda estar orgulloso. Lo aseguro para futuras tardanzas. Llegas a la cita y las múltiples miradas se ciñen a cada zancada que se aproxima.

-Hola qué tal -añades a modo de excusa

Las sonrisas de medio lado de respuesta no son sino una prueba de su espera. "Vamos cabronazo" exclama quien ya se ha concienciado de esta extraña facultad.

La pregunta sobre el próximo destino se antoja en el horizonte cuando el goteo de movimientos se hace constante. Hace tiempo que no ves al resto de amigos y la frialdad se impregna de cada mirada y de cada gesto. Es curiosa esa sensación que nos apacigua cuando se da con amigos, familiares o ex. Las mascotas son un caso aparte.

-¿Qué hacemos ahora? -preguntas en un halo de conjunción-

-No sé, me da igual -responden

Es entonces cuando te das cuenta que en otro momento la reacción hubiera adquirido otro cauce:

-¿Qué hacemos ahora?

-No sé, me da igual

(silencio)

-Da igual, lo importante es que nos volvemos a juntar después de días, semanas e incluso meses

-Eso es

Junto a esas palabras, el acompañamiento de un emocionado gesto que escenifique que nada ha cambiado debe ser obligatorio.

Pero no es así. Lo idílico nunca fue contigo. Tras unas cervezas -multiplicadas por dos- y una cena que te sienta como dos alpinistas saltando sobre tu estómago, crees que una copa podrá apaciguar la frialdad reinante. Esperas, lo intentas, miras y asientes. "Me voy", aseguras mientras observas como alguien apura agua derretida del hielo y eso que los hosteleros llaman alcohol. Tú y yo sabemos que es veneno disfrazado de garrafón.

Un gesto de condolencia, como si creyesen que te estás equivocando y un "hasta luego". Sales a la calle y dos amigos esperan fuera. Miradas de complicidad, hachís mediante, y la sensación de acertar. Alguna risa y un silencio necesario que se inserta antes de dar paso al retorno. Sabes que te sientes cómplice de lo que necesitas. Para otros, dentro del bar parece que el tiempo no ha pasado. Para tí sí, llevándose tras de si gestos que no se atrevieron a regresar. Pero ahora ya te da igual. Caminas para casa y la cena te sigue jugando malas pasadas. El tiempo sigue corriendo, aunque esta vez a tu favor.